martes, 26 de agosto de 2008

Entre vos y yo.


Un vestido de seda, que arrastro medio camino. Diminutas rosas, esparcidas con delicadeza, bordadas, y emanando ese aroma tan típico de la primavera que llega primero a tu balcón en la primera brisa cálida añorada desde que julio atentó con días helados. Me miro y me sonrío, estoy dispuesta a acompañarme hasta la puerta de casa. Pero voy a quedarme afuera y voy a entrar sin notarlo. Me susurro calma, me evito convencerme de que estoy enloqueciendo. Solo hablo conmigo misma, solo me especulo, distinta, tranquila, enamorada, feliz, sana. Camino despacio, y el dolor punzante que desde ayer se inserta en la zona lumbar de la espalda, me obliga a detenerme de pronto. Quiero llorar de bronca, de que las cosas no salgan bien. Pero ahgi me veo otra vez, girando en ese vestido de seda con una corona de jazmines aromatizando mi pelo, y con una sonrisa al cielo, convencida de que todo va a salir bien. Cambio la posición de la mochila, que a metros de casa ya me resulta tortuoso cargarla, y saco las llaves maniobrando una posición adecuada a estructurar mi columna provisoriamente evitando lo máximo posible no sentir dolor. Lo consigo, y me encuentro con el último y más mejorado obstáculo: las escaleras del hall de la entrada a mi edificio. Recuerdo a tiempo la plataforma para subir y bajar cualquier objeto de ruedas y me precipito a ella. El resto es pan comido, alabanzas al creador del ascensor. Me persigo y me enfrento a mi rostro sonriente apollado en la puerta corrediza del transportador vertical más comodo inventado en la historia. La tranquilidad me supera, intento contagiarme de ella, pero algo en su mirada perdida, me dice que en cualquier momento no voy a volver a verla. Bajo del ascensor siguiendo esa silueta, que se detiene en la oscuridad jugando con las notas predecibles de una canción que me se de memoria. Yo te inventé, yo te destruyo. Se esconde a la vuelta del pasillo, en ese rincón oscuro entre el departamento D y E. Se que vas a asustarme y no pretendo finjir sorpresa. Prendo la luz, y ahi estás, agachada acariciando ese gato que se coló un par de veces en casa, como si el gato pudiese ver lo que imagino, materializando una ilusión, maúlla. Me sonreís, y me susurras: empezá a hacer las cosas bien. Tu vestido de seda blanco, mi vestido, comienza a elevarse del suelo con una brisa cálida que entra al pasillo al abrir la puerta de casa. Despacio, te destruyo. Y la ropa de gimnasia comienza a estrujarme, me asfixia, y el dolor vuelve. Ya van tres pastillas al día, siento que hacen inmune el efecto una de otra. Porque el dolor no cesa. Me acuesto en el sillón, a mirar Conan.

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